Desde la fundación de Macondo hasta la llegada del tren
Por: Guillermo Camacho-Cabrera
Un homenaje de Culturavial.net a Gabriel García Márquez (6 de marzo de 1927-17 de abril de 2014). Premio Nobel de literatura (1982). Con base en la edición conmemorativa de Cien años de soledad de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española (2007).
Material periodístico.

Edición conmemorativa de Cien años de soledad.
Gabriel García Márquez, siguiendo la intuición de los centros fundacionales, edifica Macondo a orillas de un río, donde el agua es la que estructura el territorio y da vida a la población con su recurso:
Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. (p. 9).
El primer modo de transporte que se evidencia en Cien años de soledad es el modo a pie, cuando los gitanos llegan a Macondo para dar a conocer sus inventos:
Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquiades. (p. 9-10).
El sueño de las personas, de superar las distancias, prediciendo la incomodidad de los viajes, se muestra en las palabras de Melquiades:
Sentaron a una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquiades. «Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa». (p. 10-11).
Aparece por primera vez la referencia al correo, cuando un mensajero pedestre que recorre la mitad del mundo lleva un mensaje de José Arcadio Buendía hasta el correo de mulas que a su vez lo llevaría a la capital:
Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó la sierra, se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. (p. 11-12).
Sin embargo los viajes en los albores de Macondo no fueron ajenos a José Arcadio Buendía, pues aprende a manejar con destreza el astrolabio, la brújula y el sextante:
Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos sin necesidad de abandonar su gabinete. (p. 12).
Ello le da la capacidad de dimensionar el territorio y sus escalas:
Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:
—La tierra es redonda como una naranja.
Úrsula perdió la paciencia. «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo», gritó. «Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano». (p. 13).
La conciencia de la existencia de otros mundos revuelve las entrañas de José Arcadio Buendía y le hace evocar la necesidad de viajar:
«En el mundo están ocurriendo cosas increíbles», le decía a Úrsula. «Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros». (p. 13).
La vocación urbanista de José Arcadio Buendía se entrevé cuando construye Macondo:
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora de calor. (p. 18).
La certeza de los viajes transoceánicos en barco aparece ante la evidencia del desconocimiento del territorio por parte de José Arcadio Buendía:
José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en épocas pasadas —según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo— sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos a la Reina Isabel. (p. 19).
Sin embargo, el modo a pie predomina en los tiempos fundacionales de Macondo:
En su juventud, él y sus hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el camino de regreso. (p. 19).
El hallazgo de un viejo barco español en medio de la selva sorprende:
Cuando despertaron, ya con el sol alto se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. (p. 21).
El tiempo transcurre en la novela revelando su paso:
Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a atravesar la región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. (p. 21).
La prueba de los viajes interoceánicos aparece luego:
Cuando el pirata Francis Drake asaltó Riohacha, en el siglo XVI, la bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el estampido de los cañones, que perdió el control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. (p. 29).
El motivo del viaje para la fundación de Macondo surge cuando José Arcadio Buendía atraviesa con una lanza la garganta de Prudencio Aguilar, cuyo fantasma lo persigue así como a su esposa Úrsula:
Una noche en que lo encontró lavándose las heridas en su propio cuarto, José Arcadio Buendía no pudo resistir más.
—Está bien, Prudencio —le dijo—. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo.
Fue así como emprendieron la travesía de la sierra. (p. 33).
Las nuevas tribus de gitanos aparecen en Macondo con inverosímiles inventos alusivos, tal vez por única vez en Cien años de soledad, al modo de transporte aéreo:
Esta vez, entre muchos otros juegos de artificio, llevaban una estera voladora. Pero no la ofrecieron como un aporte fundamental al desarrollo del transporte, sino como un objeto de recreo. La gente, desde luego, desenterró sus últimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz sobre las casas de la aldea. (p. 42).
Luego, Úrsula va tras su hijo José Arcadio quien se une a los gitanos:
Úrsula preguntó por dónde se habían ido los gitanos. Siguió preguntando en el camino que le indicaron, y creyendo que todavía tenía tiempo de alcanzarlos, siguió alejándose de la aldea, hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya no pensó en regresar. (p. 46).
Y es ella la gran descubridora de rutas nuevas, nueva colonización y nuevos medios de transporte como las carretas de carga, que se mencionan acá:
De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió Úrsula. Llegó exaltada, rejuvenecida, con ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea. (p. 47).
Le dio un beso convencional, como si no hubiera estado ausente más de una hora y le dijo:
—Asómate a la puerta.
José Arcadio Buendía tardó mucho tiempo para restablecerse de la perplejidad cuando salió a la calle y vio la muchedumbre. No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos, puros y simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana. Venían del otro lado de la ciénaga, a solo dos días de viaje, donde había pueblos que recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar. Úrsula no había alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no pudo descubrir en su frustrada búsqueda de los grandes inventos. (p. 48).
Úrsula con su viaje también contribuyó a que la aldea se volviera un centro atractor y generador de viajes:
Las gentes que llegaron con Úrsula divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respecto a la ciénaga, de modo que la escueta aldea de otro tiempo se convirtió muy pronto en un pueblo activo, con tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de comercio permanente por donde llegaron los primeros árabes de pantuflas y argollas en las orejas, cambiando collares de vidrio por guacamayas. (p. 49-50).
La predicción de los viajes y las visitas también se hace presente:
Y mientras se lamentaba de su mala suerte, convencida de que las extravagancias de sus hijos eran algo tan espantoso como una cola de cerdo, Aureliano fijó en ella una mirada que la envolvió en un ámbito de incertidumbre:
—Alguien va a venir —le dijo. (p. 52).
El juglar, mítico y pedestre, aparece más adelante, muchos acontecimientos después de la premonición de Aureliano que se hizo real con la llegada de Rebeca y de la fiebre del insomnio. Mucho antes de la radio. Por primera vez aparece la palabra itinerario en Cien años de soledad:
Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trotamundos de casi 200 años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas por él mismo. En ellas Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un recado que mandar o un acontecimiento que divulgar, le pagaba dos centavos para que lo incluyera en su repertorio. (p. 64).
Macondo comenzó a ser un pueblo de paso, al punto que una abuela desalmada y su nieta explotada también pasaron por allí:
Desde entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte centavos, para pagarse el valor da la casa incendiada. (p. 66).
La importancia de la carreta como medio de transporte se muestra en el siguiente texto, cuando el corregidor Apolinar Moscote vuelve a Macondo luego de que José Arcadio Buendía lo sacara del pueblo:
Una semana después estaba de regreso con seis soldados descalzos y harapientos, armados con escopetas, y una carreta de bueyes donde viajaban su mujer y sus siete hijas. Más tarde llegaron otras dos carretas con los muebles, los baúles y los utensilios domésticos. (p. 71).
El transporte de carga y también transoceánico se volvió vital para Macondo y en especial para los Buendía, quienes inauguraban su nueva casa en honor de las nietas adolescentes Amaranta y Rebeca:
Para que nada restara esplendor a este propósito, trabajó como un galeote mientras se ejecutaban las reformas, de modo que antes de que estuvieran terminadas había encargado costosos menesteres para la decoración y el servicio, y el invento maravilloso que había de suscitar el asombro del pueblo y el júbilo de la juventud: la pianola. La llevaron a pedazos, empacada en varios cajones que fueron descargados junto con los muebles vieneses, la cristalería de Bohemia, la vajilla de la Compañía de las Indias, los manteles de Holanda y una rica variedad de lámparas y palmatorias, y floreros, paramentos y tapices. La casa importadora envió por su cuenta a un experto italiano, Pietro Crespi, para que armara y afinara la pianola, instruyera a los compradores en su manejo y los enseñara a bailar la música de moda impresa en seis rollos de papel. (p. 75).
Cuando Amaranta confiesa su amor a Pietro Crespi, prometido de Rebeca, este la desprecia por lo que Amaranta amenaza con impedir la boda y se gesta un nuevo viaje:
Se impresionó tanto el italiano con el dramatismo de la amenaza, que no resistió la tentación de comentarla con Rebeca. Fue así como el viaje de Amaranta, siempre aplazado por las ocupaciones de Úrsula, se arregló en menos de una semana. (p. 91).
Los caballos aparecen como un veloz medio de transporte cuando Pietro Crespi intenta regresar a Macondo a su boda luego del regreso de Amaranta y de Úrsula y de recibir una carta informándole de la muerte de su madre, que resulta ser falsa y que le impide que se case con Rebeca. En lugar de su boda se realiza la de Aureliano Buendía y Remedios:
Pietro Crespi regresó a la media noche del domingo a barrer las cenizas de la fiesta, después de haber reventado cinco caballos en el camino tratando de estar a tiempo para su boda. Nunca averiguó quién escribió la carta. (p. 101).
Viajar contribuye a que Macondo se integre políticamente, como lo muestra la acción del corregidor:
El vínculo con los Buendía consolidó en el pueblo la autoridad de don Apolinar Moscote. En frecuentes viajes a la capital de la provincia consiguió que el gobierno construyera una escuela para que la atendiera Arcadio, que había heredado el entusiasmo didáctico del abuelo. (p. 108).
El retorno de José Arcadio, quien se había ido con los gitanos, muestra su vida en los siete mares y los medios de transporte de alquiler:
Fue directamente a la cocina, y allí se paró por primera vez en el término de un viaje que había empezado al otro lado del mundo. «Buenas», dijo. Úrsula se quedó una fracción de segundo con la boca abierta, lo miró a los ojos, lanzó un grito y saltó a su cuello gritando y llorando de alegría. Era José Arcadio. Regresaba tan pobre como se fue, hasta el extremo que Úrsula tuvo que darle dos pesos para pagar el alquiler del caballo. (p. 110).
Le había dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, enrolado en una tripulación de marineros apátridas. (p. 111).
La llegada de la guerra hace que se prohíba la libertad de locomoción en Macondo:
El único que lo supo a tiempo fue don Apolinar Moscote, pero no le dio la noticia ni a su mujer, mientras llegaba el pelotón del ejército que había de ocupar el pueblo por sorpresa. Se impuso el toque de queda a las seis de la tarde. (p. 122).
Aureliano Buendía va a la guerra con los liberales:
Se fueron al amanecer, aclamados por la población liberada del terror, para unirse a las fuerzas del general revolucionario Victorio Medina, que según las últimas noticias andaba por el rumbo de Manaure. (p. 123).
Las calles comienzan a nombrarse, como la que se bautizó con el nombre del coronel Aureliano Buendía:
Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su nombre en Macondo. (p. 125).
Los medios de transporte fueron otra arma de guerra y sirvieron de camuflaje, como lo revela aquí Gabriel García Márquez:
A fines de febrero llegó a Macondo una anciana de aspecto ceniciento, montada en un burro cargado de escobas. Parecía tan inofensiva que las patrullas de vigilancia la dejaron pasar sin preguntas, como uno más de los vendedores que a menudo llegaban a los pueblos de la ciénaga. (p. 138).
La anciana se cuadró en un saludo militar antes de identificarse:
—Soy el coronel Gregorio Stevenson. (p. 138-139).
Un nuevo viaje a pie se presenta cuando el capitán Roque Carnicero, encargado de fusilar al coronel Aureliano Buendía en Macondo huye con este, comenzando otra guerra:
El capitán Roque Carnicero y sus seis hombres se fueron con el coronel Aureliano Buendía a liberar al general revolucionario Victorio Medina, condenado a muerte en Riohacha. Pensaron ganar tiempo atravesando la sierra por el camino que siguió José Arcadio Buendía para fundar a Macondo, pero antes de una semana se convencieron de que era una empresa imposible. De modo que tuvieron que hacer la peligrosa ruta de las estibaciones, sin más municiones que las del pelotón de fusilamiento. (p. 154).
Sus viajes por tierra y mar se tomaron un carácter mítico:
La próxima vez que se supo de ellos habían desembarcado en el Cabo de la Vela. Procedentes del archipiélago de las Antillas, y un parte del gobierno divulgado por telégrafo y publicado en bandos jubilosos por todo el país anunció la muerte del coronel Aureliano Buendía. Pero dos días después, un telegrama múltiple, que casi le dio el alcance al anterior, anunciaba otra rebelión en los llanos del sur. Así empezó la leyenda de la ubicuidad del coronel Aureliano Buendía. (p. 154).
Luego retorna a Macondo, después de la amenaza del gobierno liberal de fusilar a su amigo, Gerineldo Márquez:
Tres meses después, cuando entró victorioso a Macondo, el primer abrazo que recibió en el camino de la ciénaga fue el del coronel Gerineldo Márquez. (p. 155).
La tragedia también tiene recorridos, rutas, caminos, como sucede después del disparo que sonó en casa de Rebeca y José Arcadio:
Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la Calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan. (p. 157).
Los viajes cíclicos también son portadores de fenómenos naturales, como cuando muchos años después Rebeca sale a la calle:
Salió a la calle en una ocasión, ya muy vieja, con unos zapatos color de plata antigua y un sombrero de flores minúsculas, por la época en que pasó el Judío Errante y provocó un calor tan intenso que los pájaros rompían las alambreras de las ventanas para morir en los dormitorios. (p. 158).
A la muerte del patriarca José Arcadio Buendía, las calles de Macondo deben ser adecuadas para llevarle hasta el cementerio, pues estaban llenas de minúsculas flores amarillas:
Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro. (p. 166).
Los viajes también sirvieron para proteger en el exilio a personajes importantes en la vida de Macondo, como cuando los políticos liberales acordaron un armisticio con el cual no estuvo de acuerdo el coronel Aureliano Buendía:
El emisario llevaba una orden altamente confidencial del coronel Aureliano Buendía, que estaba en desacuerdo con los términos del armisticio. El coronel Gerineldo Márquez debía seleccionar a cinco de sus mejores hombres y prepararse para abandonar con ellos el país. La orden se cumplió en la más absoluta reserva. (p. 169).
La cultura también se favoreció con los avances del transporte y la inclusión de Macondo como población de paso o de destino. Por segunda vez la palabra itinerario aparece en la novela:
Bruno Crespi, casado con Amparo Moscote, y cuya tienda de juguetes e instrumentos musicales no se cansaba de prosperar, construyó un teatro, que las compañías españolas incluyeron en sus itinerarios. (p. 173).
Aureliano José regresa a Macondo luego de enrolarse en el ejército:
Así estaban las cosas cuando Aureliano José desertó de las tropas federalistas de Nicaragua, se enroló en la tripulación de un buque alemán, y apareció en la cocina de la casa, macizo como un caballo, prieto y peludo como un indio, y con la secreta determinación de casarse con Amaranta. (p. 174).
El retorno del coronel Aureliano Buendía a Macondo fue sangriento:
El primero de octubre, al amanecer, el coronel Aureliano Buendía con mil hombres bien armados atacó a Macondo y la guarnición recibió la orden de resistir hasta el final. (p. 182).
Aureliano Buendía también fue mensajero de los muertos:
—Pero no te hice venir para regañarte —dijo—. Quería suplicarte el favor de mandarle estas cosas a mi mujer.
El coronel Aureliano Buendía se las guardó en los bolsillos.
—¿Sigue en Manaure?
—Sigue en Manaure. —confirmó el general Moncada—, en la misma casa detrás de la iglesia donde mandaste aquella carta.
—Lo haré con mucho gusto, José Raquel —dijo el coronel Aureliano Buendía. (p. 187).
La primera vez que estuvo en Manaure después del fusilamiento del general Moncada se apresuró a cumplir la última voluntad de su víctima, y la viuda recibió los lentes, la medalla, el reloj y el anillo, pero no le permitió pasar de la puerta:
—No entre, coronel —le dijo—. Usted mandará en su guerra, pero yo mando en mi casa. (p. 193).
Las comisiones políticas también llegaron a Macondo con el fin de acabar la guerra, en momentos en que el coronel Aureliano Buendía buscó allí un refugio para su soledad:
Eran seis abogados de levita y chistera que soportaban con un duro estoicismo el bravo sol de noviembre. (p. 196).
Las mulas son el medio de transporte y de carga por excelencia en el relato de la firma del armisticio:
El acto se celebró a veinte leguas de Macondo, a la sombra de una ceiba gigantesca en torno a la cual había de fundarse más tarde el pueblo de Neerlandia. Los delegados del gobierno y los partidos, y la comisión rebelde que entregó las armas, fueron servidos por un bullicioso grupo de novicias de hábitos blancos, que parecían un revuelo de palomas asustadas por la lluvia. El coronel Aureliano Buendía llegó en una mula embarrada. (p. 205).
Sin inmutarse, el coronel Aureliano Buendía firmó la primera copia. No había acabado de firmar la última cuando apareció en la puerta de la carpa un coronel rebelde llevando del cabestro una mula cargada con dos baúles. A pesar de su extremada juventud, tenía un aspecto árido y una expresión paciente. Era el tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo. Había hecho un penoso viaje de seis días, arrastrando la mula muerta de hambre, para llegar a tiempo al armisticio. (p. 206-207).
El correo, antes que llegar, es algo que se espera, como cuando luego del Armisticio el coronel Aureliano Buendía evalúa proclamar una nueva guerra:
El pretexto se le ofreció, efectivamente, cuando el presidente de la república se negó a asignar las pensiones de guerra a los antiguos combatientes, liberales o conservadores, mientras cada expediente no fuera revisado por una comisión especial y la ley de asignaciones aprobada por el congreso. «Esto es un atropello», tronó el coronel Aureliano Buendía. «Se morirán de viejos esperando el correo». (p. 209).
Nuevamente aparece la alusión a medios de transporte inverosímiles en la lectura que hace José Arcadio Segundo de los manuscritos de Melquiades:
Aunque carecía de pastas y el título no aparecía por ninguna parte, el niño gozaba con la historia de una mujer que se sentaba a la mesa y solo comía granos de arroz que prendía con alfileres, y con la historia del pescador que le pidió prestado a su vecino un plomo para su red y el pescado con que lo recompensó más tarde tenía un diamante en el estómago, y con la lámpara que satisfacía los deseos y las alfombras que volaban. Asombrado, le preguntó a Úrsula si todo aquello era verdad, y ella le contestó que sí, que muchos años antes los gitanos llevaban a Macondo las lámparas maravillosas y las esteras voladoras.
—Lo que pasa —suspiró— es que el mundo se va acabando poco a poco y ya no vienen esas cosas. (p. 213-214).
El caballo, medio de transporte de velocidad, también lo es de recreo:
Sólido, monumental como sus abuelos, pero con un gozo vital y una simpatía irresistible que ellos no tuvieron, Aureliano Segundo apenas sí tenía tiempo de vigilar sus ganados. Le bastaba con llevar a Petra Cotes a sus criaderos, y pasearla a caballo por sus tierras, para que todo animal marcado con su hierro sucumbiera a la peste irremediable de la proliferación. (p. 220).
Macondo reafirma su condición de población de paso cuando un trabajador halla un San José de yeso con monedas de oro adentro:
Mucho después, en los años difíciles de su decrepitud, Úrsula solía intervenir en las conversaciones de los numerosos viajeros que entonces pasaban por la casa, y les preguntaba si durante la guerra no habían dejado allí un San José de yeso para que lo guardaran mientras pasaba la lluvia. (p. 224).
Es José Arcadio Segundo quien descubre la navegabilidad del río al lado del cual se emplazó Macondo:
Los habitantes de Macondo, que ya no recordaban las empresas colosales de José Arcadio Buendía, se precipitaron a la ribera y vieron con ojos pasmados de incredulidad la llegada del primer y último barco que atracó jamás en el pueblo. No era más que una balsa de troncos arrastrada mediante gruesos cables por veinte hombres que caminaban por la ribera. En la proa, con un brillo de satisfacción en la mirada, José Arcadio Segundo dirigía la dispendiosa maniobra. (p. 225).
También por primera vez aparece en Cien años de soledad la palabra vehículo:
La balsa de troncos fue el único vehículo que José Arcadio Segundo pudo remontar hasta Macondo, y solo por una vez, pero nunca reconoció el fracaso de su empresa sino que proclamó su hazaña como una victoria de la voluntad. (p. 225).
El tren aparece, también por primera vez en el relato, como una máquina devastadora. Un forastero que ve el rostro de Remedios, la bella, contrario a lo que sucedía a quienes lo hacían, concilia el sueño con nefastas consecuencias:
Pasó mucho tiempo antes de que lo consiguieran, y más les hubiera valido que la ocasión no llegara nunca, porque la mayoría de ellos no pudo recuperar jamás la placidez del sueño. El hombre que lo hizo posible, un forastero, perdió para siempre la serenidad, se enredó en los tremedales de la abyección y la miseria, y años después fue despedazado por un tren nocturno cuando se quedó dormido sobre los rieles. (p. 226).
Las distancias se perciben lejanas en tiempo y espacio la novela, como cuando Gabriel García Márquez comienza a describir a Fernanda del Carpio, aludiendo a otro medio de transporte:
Había nacido y crecido a mil kilómetros del mar, en una ciudad lúgubre por cuyas callejuelas de piedra traqueteaban todavía, en noches de espantos, las carrozas de los virreyes. (p. 237).
Y remata con el anuncio del viaje de Fernanda:
Dos horas después, su padre fue a buscarla al costurero. «Prepare sus cosas», le dijo. «Tiene que hacer un largo viaje». Fue así como la llevaron a Macondo. (p. 239).
El correo, por su parte, seguía funcionando en Macondo, llevando en Navidad los regalos del padre de Fernanda del Carpio para sus nietos:
A pesar de aquella sonriente conspiración, los niños se acostumbraron a pensar en el abuelo como en un ser legendario, que les transcribía versos piadosos en las cartas y que les mandaba en cada Navidad un cajón de regalos que apenas si cabía por la puerta de la calle. Eran, en realidad, los últimos desperdicios del patrimonio señorial. (p. 246).
Aunque en los cajones no llegó nunca nada que sirviera a los niños para jugar, estos pasaban el año esperando a diciembre, porque al fin y al cabo los anticuados y siempre imprevisibles regalos constituían una novedad en la casa. (p. 246).
El transporte y el correo sirvieron también para los muertos, cuando en la décima Navidad el cajón del abuelo llegó con más anticipación:
Aureliano Segundo quitó los ocho pernos, ante la impaciencia de los niños, y apenas tuvo tiempo de lanzar un grito y hacerlos a un lado, cuando levantó la plataforma de plomo y vio a don Fernando vestido de negro y con un crucifijo en el pecho, con la piel reventada en eructos pestilentes y cocinándose a fuego lento en un espumoso y borboritante caldo de perlas vivas. (p. 247).
Juntos, los 17 hijos del coronel Aureliano Buendía eran un mapa andante:
Amaranta buscó entre antiguos papeles la libreta de cuentas donde Úrsula había apuntado los nombres y las fechas de nacimiento y bautismo de todos, y agregó frente al espacio correspondiente a cada uno el domicilio actual. Aquella lista habría permitido hacer una recapitulación de veinte años de guerra. Habrían podido reconstruirse con ella los itinerarios nocturnos del coronel, desde la madrugada en que salió de Macondo al frente de veintiún hombres hacia una rebelión quimérica, hasta que regresó por última vez envuelto en la manta acartonada de sangre. (p. 249).
Su despedida fue en grupo y con música, excepto por Aureliano Triste, quien se quedó:
Se fueron en tropel, precedidos por la banda de músicos y reventando cohetes, y dejaron en el pueblo la impresión de que la estirpe de los Buendía tenía semillas para muchos siglos. Aureliano Triste, con su cruz de ceniza en la frente, instaló en las afueras del pueblo la fábrica de hielo con que soñó José Arcadio Buendía en sus delirios de inventor. (p. 250-251).
Es Aureliano Triste quien tiene la necesidad de llevar el tren a Macondo:
En poco tiempo incrementó de tal modo la producción de hielo, que rebasó el mercado local, y Aureliano Triste tuvo que pensar en la posibilidad de extender el negocio a otras poblaciones de la ciénaga. Fue entonces cuando concibió el paso decisivo no solo para la modernización de su industria, sino para vincular la población con el resto del mundo.
—Hay que traer el ferrocarril —dijo.
Fue la primera vez que se oyó esa palabra en Macondo. (p. 254-255).
Aureliano Segundo, adinerado, financia el proyecto:
Aureliano Segundo, que si algo tenía del bisabuelo y algo le faltaba del coronel Aureliano Buendía era una absoluta impermeabilidad para el escarmiento, soltó el dinero para llevar el ferrocarril con la misma frivolidad con que lo soltó para la absurda compañía de navegación del hermano. Aureliano Triste consultó el calendario y se fue el miércoles siguiente para estar de vuelta cuando pasaran las lluvias. No se tuvieron más noticias. (p. 255).
La descripción de la llegada del tren a Macondo es hermosa:
A principios del otro invierno, sin embargo, una mujer que lavaba ropa en el río a la hora de más calor, atravesó la calle central lanzando alaridos en un alarmante estado de conmoción.
—Ahí viene —alcanzó a explicar— un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo.
En ese momento la población fue estremecida por un silbato de resonancias pavorosas y una descomunal respiración acezante. Las semanas precedentes se había visto a las cuadrillas que tendieron durmientes y rieles, y nadie les prestó atención porque pensaron que era un nuevo artificio de los gitanos que volvían con su centenario y desprestigiado dale que dale de pitos y sonajas pregonando las excelencias de quién sabe qué pendejo menjunje de jarapellinosos genios jerosolimitanos. Pero cuando se restablecieron del desconcierto de los silbatazos y resoplidos, todos los habitantes se echaron a la calle y vieron a Aureliano Triste saludando con la mano desde la locomotora, y vieron hechizados el tren adornado de flores que llegaba con ocho meses de retraso. El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo.
¡Viva nuestro nobel!
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Es una linda iniciativa. Adelante.
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Definitivamente maravilloso el escrito. Queda en mí la sensación, el deseo de volverlo a leer. Me gustó mucho.
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