Por: Byron O. Naranjo Gamboa
9/11/2022
Desde Ambato – Ecuador

Cada episodio que ocurre en la vía sirve para revelar cuánto hemos comprendido y cuánto nos queda por entender de la especie humana y su entorno. No hay alguien, por más sabio que se crea, que no tenga algo que aprender; o quien se sienta un ignorante absoluto, que no tenga algo que enseñar. 

Sucedió en una calle rural del querido Ambato (Tungurahua – Ecuador). Iba yo en calidad de usuario de un taxi, vehículo que era manejado por un joven que estaría frisando sus 25 años de edad, y que, a juzgar por sus actos, más le preocupaba su aspecto de piloto que el servicio que estaba brindando, de hecho, el primer contacto con el ciudadano en mención se redujo a un frío “a dónde le llevo”.

No se pudo establecer ningún diálogo entre taxista y pasajero porque el primero de los nombrados tenía un asiduo compromiso con el espejo interior de su auto, al que miraba más que a la carretera, y cuando no lo hacía, dirigía su atención al reproductor musical que tenía cerca de él y lo ponía en modo estridente cuando salía una canción, que entiendo era una de sus favoritas o le recordaba algo.

Habíamos recorrido unos quince minutos y estaba próximo a llegar a mi destino, reflexionando para mis adentros (porque no era posible trabar diálogo alguno con el piloto) que sería bueno que quienes brindan este tipo de servicio se muestren dispuestos a interactuar con sus usuarios, a compartir algún tipo de información pertinente o por lo menos a acortar distancias mostrándose atentos para conversar.

No se distinguía ninguna señal de que lo expuesto tenga cabida en ese vehículo, fue un hecho externo el que trajo el aprendizaje de esa experiencia. El joven chofer que manejaba el auto en el que yo viajaba, giró hacia su izquierda para tomar el tramo final de la ruta que se le había indicado, a pocos metros de ingresar a esta vía divisó que venía otro automóvil en sentido contrario, más pegado al centro de la vía que a la derecha, situación que incomodó mucho al taxista que me estaba brindando su servicio, que en lugar de disminuir la velocidad como medida de precaución, se abalanzó hacia su volante para accionar la bocina del auto, de manera descomunal, acto seguido, bajó el vidrio de su puerta e hizo un ademán con sus manos, acompañando con el grito “ábrete pues, hijo de tal por cual”…

El conductor del otro vehículo, que había percibido todo el espectáculo ofrecido por nuestro exaltado piloto, disminuyó la marcha de su automotor para acercarse prudentemente hacia nosotros, procuró el contacto visual con el chofer que me transportaba, y de una manera muy cortés y firme le dijo: “discúlpeme, es que a mi derecha hay otro animal”, y continuó su marcha.

Palabras justas, lapidarias y dotadas de un gran aprendizaje. A pocos metros se podía ver a un cerdo que se alimentaba con desperdicios de comida que seguramente alguien había desperdigado en la orilla de la carretera. Sonreí y recordé lo que un habitante siona (comunidad amazónica ecuatoriana) compartió con María Fernanda Solórzano en un diálogo de saberes: “los animales no se convierten en humanos, nunca podrían convertirse en humanos porque ya fueron humanos (…) En cambio, las personas se transforman en animales porque los animales tienen espíritu (mai joyo) [alma que se transmite] por eso cuando se toma yagé (ayahuasca) se habla como animal”.

El chofer que me transportaba se quedó sin capacidad de respuesta y solamente aceleró su auto para salir de ese momento, que terminó con un “listo, ya llegamos”. Y yo me dije …llegamos, ¿a dónde llegamos? ¿a dónde hemos llegado? ¿cuánto nos falta aprender de los animales, o para llegar a ser animales, o para dejar de ser animales? o ¿Será que siempre estamos transitando entre animales?…