
Por: Byron O. Naranjo Gamboa
27/12/2021
Desde Ambato – Ecuador
Cuando parece que todo está marcado por un proceder inconsciente al que muchos lo llaman destino, asoman circunstancias que nos conducen a los espacios de intervención inmediata, para realizar acciones concretas que permitan evitar el deterioro social.
Esta ocasión fijamos la mirada en una porción de la lista indignante e incompleta con la que Jorge Enrique Adoum forjó su “Declaración (múltiple) de rencor (urbano)” y lo hizo bajo el epígrafe de: Otras Señas Particulares, con las que describía la idiosincrasia de los ecuatorianos, y que, de alguna manera, retrata a una buena parte de Latinoamérica.
En lo relativo a los actores viales, que es nuestro grupo de interés, tomó en cuenta a los agentes del orden, conductores de buses, taxis y motocicletas; vendedores informales y, por su puesto, a las autoridades que no podían quedarse al margen de su punzante relato.
En su mordaz repertorio se refiere al policía “guardián de un orden personal suyo, que establece un parte mentiroso o impone una multa arbitraria al que se niega a pagar el soborno que insinúa exigente […]” al chofer de autobús interurbano lo compara con un personaje de la mitología griega al señalarlo como “Caronte potencial, en cuya barca con ruedas llena de imágenes religiosas junto a un aparato de radio, una vez cumplida su tarea de pasar las almas al otro mundo, desaparece y, seguramente, está conduciendo otro vehículo en otra circunscripción o en la misma donde cometió su crimen;”
…y continúa: “el chofer de autobús urbano, lleno de altares con imágenes que encarnan la piedad y el amor al prójimo, que parecería odiar a cuantos conduce, particularmente a los niños porque pagan menos, y que cobra en moneda verbal su resentimiento por su trabajo agotador, por lo que gana al día, por su color, por su incultura, por su vida. Los usuarios del autobús que suben con la mitad del mercado o de su casa a cuestas y se abren paso a codazos para hacer caber el envoltorio o la jaula entre los pasajeros […].
Los choferes de taxi y de autobús que deciden la suerte de los demás habitantes del país, impidiendo el desarrollo normal de su vida y su trabajo, cercando ciudades -a veces las convierten en mingitorios colectivos- y bloqueando carreteras, «en defensa de los intereses de la clase del volante».
El conductor de automóvil, dueño de la calle, de la avenida y de la acera, que no ve ni oye a los otros, sicológicamente incorporado así, aunque con intermitencias, a esa «clase», lo que significa que nadie existe delante ni al lado de él, sino detrás […] el motociclista que con ruidos y explosiones arranca, con dificultad, a las cuatro en punto todas las mañanas y a quien no se puede perdonar ni siquiera imaginando, generosamente, que madruga a su trabajo; los vendedores informales que invadieron primero las aceras, luego las calles de la ciudad, contra los cuales poco pueden los alcaldes, que se niegan a ir a un mercado habilitado para ellos, y que siguen, sentados en su sitio, esperando que «cambie la estructura» del país […]”
La sociedad no cambia si no hacemos algo para que ello ocurra, por eso, lo que debe cambiar es la actitud de las personas para que cambie el relato; en el colofón de aquella incómoda lista se puede advertir la invitación a retomar la costumbre de la contigüidad humana y de la convivencia con los demás, eso es algo que tenemos que convencernos que es posible hacerlo y tenemos que lograrlo. Cuando hablamos de cultura, hablamos de participación, de colaboración; eso es lo que diferencia a las personas de los animales, y la cultura vial no puede quedar en el albedrío instintivo, tenemos que ponerle cabeza al asunto.