
Por: Byron O. Naranjo Gamboa
02/08/2021
Desde Ambato – Ecuador
Cada vez son más numerosos los hechos que dan cuenta de enfrentamientos, violencia, agresiones, atentados contra la vida (y una larga lista de males) que engordan el imaginario social de que la calle es prácticamente un lugar peligroso, inhóspito, lejano de la dignidad humana. Los gobiernos, más para cuidar su reputación que por ser sensibles a la realidad, exhortan a la función legislativa la producción de leyes que ayuden a controlar lo que para ellos en la práctica es distante (más que desconocido), por eso que sugieren el endurecimiento de penas y la restricción de libertades, militarizando las calles y policializando la vida.
Es recurrente el anuncio de los jefes de estado (con minúsculas, porque muchos solo están en estado de jefes) de dotar más control en las calles, en una manifiesta confusión de seguridad con vigilancia. Hay casos en los que se ha anunciado el propósito de pacificar las calles, pensando, desde sus fueros internos posiblemente, que la convivencia armónica es cuestión de señalética y represión.
Todo esto nos invita a pensar ¿cómo estamos viviendo como sociedad? ¿cómo nos vemos respecto a los demás? ¿cuánto estamos dispuestos a hacer para evitar pugnas entre semejantes? ¿cómo está el diálogo entre gobernantes y gobernados? La respuesta a estas inquietudes es actitudinal, no verbal. Las calles son el verdadero laboratorio del quehacer diario de la gente, las calles son las facultades de la universidad de la vida en donde están los hechos que necesitan acciones y reacciones concretas, y como tal, deben ser los espacios donde prevalecen los acuerdos, los pactos y compromisos para que circulen sin temor la armonía, el respeto y la solidaridad.
Dichas alianzas no requieren de un documento firmado, ni un decreto ejecutivo, ni un contrato que estipule las obligaciones de los comparecientes; demanda un grado de responsabilidad superior de cada individuo consigo mismo y con la sociedad, para que el respeto sea la regla y no la excepción. Los esfuerzos de las autoridades no deben transitar en contravía de las demandas sociales, por el contrario, deben dimensionar la esencia de las calles, caminos y avenidas que han surgido para constituirse en vías de comunicación.
Ahí tenemos un cambio significativo en pro de una cultura vial saludable. En lugar de ser espacios donde germine la violencia, el odio y la discriminación, las calles deben ser lugares de encuentro, de aprendizaje, de valoración a lo distinto. En vez de ofrecer más vigilancia, más restricción, más sanción y más complejidades agnadas y cognadas a una justicia romántica; se debe propender a la generación de diálogos potenciando esas vías de comunicación, llamadas calles, que están disponibles todo el tiempo y que lastimosamente son vejadas porque les fue endosada la reputación de hostiles, a fuerza de griteríos, palos, piedras, quemas de neumáticos, carros lanza agua, gases lacrimógenos y pérdidas de vidas humanas.
Esas mismas calles en donde se masifica la protesta son escenarios donde fructifica la fiesta. Pensemos brevemente en aquellas avenidas que se visten de alegría cuando son pasarelas de emotivos desfiles que evocan la gloria de sus pueblos, de por sí se nos crean imágenes vivificantes, llenas de júbilo y entusiasmo; no hace falta girar la moneda para imaginar el contraste que ofrecen los mismos sitios cuando se convierten en espacios de pugnas y enfrentamientos.
Estamos conscientes que ni el pleito está presente siempre, ni podemos estar todo el tiempo en fiesta y celebración, pero si es posible que en esos espacios habite permanentemente la comunicación. La infraestructura está lista y disponible; la superestructura, de la que hablaba Marx y que depende de cómo nos organicemos como sociedad, sigue siendo una tarea pendiente que por el momento parece que ha extraviado su camino.
Gracias a Byron Naranjo por su habitual columna de opinión en culturavial.net