Por: Byron O. Naranjo Gamboa
15/10/2020
Ambato – Ecuador

Referirse a la educación y a la cultura, parecería que es hablar de manzanas de la misma cesta, sin embargo, en el día a día, se presentan como dos mundos diferentes, muchas veces opuestos, y en algunos casos detractores el uno del otro.
Varios análisis sustentan esta disyuntiva, particularmente el aporte de Gemma Carbó Ribugent[1], que abona al tema, planteándolo como una difícil relación, y añade la interrogante ¿Un divorcio inevitable y permanente?
No faltan razones para referirse así a aquellos elementos modeladores de las sociedades: la educación y la cultura, y no es que estos mundos sean incompatibles en sus raíces, al contrario, son dependientes el uno del otro, y en conjunto lograrían aportes increíbles a las actuales sociedades.
Volviendo la mirada a la esencia, encontramos que la educación se encarga de buscar lo mejor de cada quien y sacarlo a flote para su realización: escudriñar sus talentos y encauzarlos hacia su pleno desarrollo. La cultura, por su parte, en su génesis se refiere al cultivo, una suerte de guía o dirección, que tiene como función principal garantizar la supervivencia de los seres humanos y permitir su acoplamiento al entorno el que se desenvuelven.
Presentados así estos compendios, no se percibe la ruptura señalada al inicio; pero si nos detenemos en los aportes que nos ofrece Gemma Carbó, encontramos una distancia muy marcada entre educación y cultura, trecho al que de modo ilustrativo lo ha denominado desencuentro; que no obstante de recrear realidades del viejo continente, no son nuevas en la convivencia latinoamericana.
Tal desconexión se da, dice Gemma (y coincidimos con su criterio) “por una universidad que ha ido renunciando en forma progresiva y su apuesta por la extensión cultural para centrarse en los discursos de la eficacia, la innovación y la formación de profesionales, profesores y actores culturales, preparados para la competitividad científica y tecnológica pero cada vez menos, para entender el mundo complejo en el que vivimos.”
La educación formal cada vez más se dedica a la transmisión de conocimientos, a la repetición de teorías que conducen a una homogenización de conceptos alejados de las particularidades de cada sector; y lo que es más preocupante, considera a la cultura (popular especialmente) como una oferta para llenar espacios de ocio con productos creados para espectáculos efímeros.
Hay que conectar estos mundos, la actitud de las personas en las vías debe rebasar los conflictos semánticos que hemos citado. Debe ser algo así como un reencuentro íntimo con las raíces de la cultura y la educación que permitirán cultivarnos a partir de nuestros talentos para diseñar un mundo que sea digno de vivirlo y disfrutarlo a plenitud. Pero esta tarea no debemos encargarla ni a los gobiernos, ni a las universidades, ahí tienen su propias preocupaciones y lo que ahora nos ocupa tiene que ver con la vida; podemos comenzar poniendo en práctica lo que dijo Eduardo Galeano “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo.”
Esa gente pequeña podemos ser nosotros, los lugares pequeños pueden ser las calles, las cosas pequeñas pueden ser los reencuentros educación-cultura, y el mundo cambiará para todos.
[1] Directora de la cátedra UNESCO de Políticas Culturales y Cooperación. Doctora en Educación por la Universidad de Girona, especialista en Derecho de la Cultura y Gestora Cultural con una amplia experiencia en el análisis y diseño de políticas programas y proyectos de gestión de patrimonio cultural, desarrollo territorial, cooperación para el desarrollo y educación intercultural, en diversidad cultural y en comunicación.
Gracias a Byron Naranjo por su columna mensual en culturavial.net